El cultivo y manufactura de productos derivados de cáñamo fue la última agroindustria del Valle del Aconcagua donde se fabricaron bienes de consumo nacional y de exportación a partir de materia prima local, una actividad que contribuyó a dar forma a ciudades como Quillota, Limache, San Felipe y Los Andes.
Cadena productiva sustentable que hoy, setenta años después de su desaparición se hace más necesaria que nunca. Es hora de saldar una deuda histórica con una parte fundamental de nuestra identidad que puede abrirnos las puertas para un futuro sostenible.
Chile, y en particular el Valle del Aconcagua, fue el lugar del continente donde mejor se adaptó el cultivo de cáñamo cuando arribó la semilla en el siglo XV con los conquistadores españoles y una de las potencias mundiales en producción de fibra durante la primera mitad del siglo XX. Primero como insumo básico de astilleros nacionales, regionales y europeos para la fabricación de jarcias y luego como materia prima de fama mundial en la elaboración de sacos que alcanzó su peak con la fiebre del oro en California.
Las piezas de este puzzle incompleto que componen cuatrocientos años de historia se encuentran dispersas en la era colonial entre relatos de cronistas, en la era republicana entre documentos, cartas, leyes y registros oficiales y en la era industrial entre fotografías, recortes de prensa, piezas publicitarias y los testimonios vivos de los últimos trabajadores de la Sociedad Industrial Los Andes, SILA, la fábrica de cáñamo más grande de América del Sur.
El cáñamo se ha cultivado desde los inicios de la agricultura hace doce mil años por su tallo como fuente de fibra, la más larga y resistente del reino vegetal, por sus semillas como alimento rebosante de ácidos grasos esenciales y por los componentes activos de sus flores como medicina para una amplia gama de enfermedades. El camino que nuestra civilización ha recorrido de la mano del cáñamo es mucho más ancho de lo que parece.